Cristalina Georgieva, directora gerente del FMI, decía en abril de 2020, “gastad todo lo que podáis para responder al COVID-19”. Pero los países más pobres no tienen grandes bancos centrales ni acceso a abundantes recursos financieros, y han llegado a las puertas de esta crisis con severos problemas de deuda que deben atacarse. Georgieva también dijo que “tiempos excepcionales requieren medidas excepcionales”, pero no es eso lo que ha ofrecido el G20 hasta la fecha.
Para afrontar la crisis sanitaria, social y económica provocada por la COVID-19, los países más avanzados se han ayudado a sí mismos con inversiones, emisiones de moneda, deuda, políticas sociales y préstamos por valor de 11 billones de dólares, asumiendo niveles de déficit de dos dígitos respecto a su PIB. Pero tan solo han ofrecido un alivio temporal de la deuda a los más pobres por valor de 5.700 millones de dólares, un 0,0005% de esos 11 billones.
En febrero de 2020 el FMI señalaba que la mitad de los países de ingresos bajos del continente africano se encontraban en “crisis de deuda” o en “alto riesgo” de caer en ella. Durante un período de 7 años habíamos visto crecer el endeudamiento a un ritmo del 10% anual, mientras que en ausencia de reformas fiscales progresivas o de avances en la lucha contra la evasión fiscal global (proceso BEPS), la recaudación fiscal se estancaba.
Al borde de la crisis antes de la COVID19
En 2019, el servicio de la deuda absorbía en promedio más del 30% del presupuesto público en los países de la región, provocando de facto una crisis y un ajuste fiscal. Según datos elaborados por Oxfam a partir del índice CRII, tan solo seis de 39 países africanos analizados invirtieron más recursos en sus sistemas de salud que en el servicio de la deuda. Es decir, la deuda está devorando los recursos para la salud, pero también la educación o la protección social de los africanos. En diciembre de 2019 en Dakar, en el encuentro “Sustainable development & sustainable debt” escuchamos a varios presidentes de África Occidental explicar que se encontraban estrangulados económicamente por un servicio de la deuda creciente mientras se enfrentaban a un doble shock climático y securitario. Tres meses después llegaba la COVID-19, con sus devastadores efectos sobre el empleo, el crecimiento, el comercio y las remesas, convirtiendo la deuda externa en una amenaza inminente y mucho más grave.
Los deudores ya no se sientan en el Club de París, y hay dos problemas de peso
El papel de China aparece como central, como acreedor de dos tercios de la deuda bilateral (en la anterior crisis africana, esa deuda era en más de un 80% de los miembros del Club de París, un grupo asimilable a la OCDE). Por vez primera en el continente, hay una presencia muy fuerte de deuda privada (superior al 50% del stock para los países más avanzados de la región), con vencimientos mucho más cortos y a costes más altos que ninguna otra categoría de deuda. Dentro de los propios países de ingresos bajos hay una clara línea divisoria entre los que han accedido a los mercados (principalmente mediante emisiones de eurobonos titulados en dólares bajo legislación del Reino Unido), y los que carecen de ese acceso, cuya deuda es sobre todo bilateral y multilateral, del FMI, Banco Mundial y Banco Africano de Desarrollo, principalmente.
Si los pagos eran ya muy elevados en 2019 y 2020, entre 2022 y 2024 África se enfrentará a lo que el semanario The Economist calificó como un muro de pagos (“wall of payments”), al agolparse los vencimientos de numerosos bonos. Dos problemas más son consustanciales a la deuda soberana: la muy limitada transparencia, que abarca desde contratos ocultos con bancos y Gobiernos, hasta deudas no afloradas (como las suscritas por Gobiernos subnacionales, empresas públicas, o las derivadas de contingent liabilities, riesgos que podrían transformarse en pasivos según el resultado de alianzas público privadas). Más grave aún es la ausencia de mecanismos para abordar las crisis de deuda: en 2003 fracasó el intento de crear un Mecanismo de Restructuración de la Deuda Soberana (SDRM), con su centro en el FMI. La sociedad civil lleva mucho tiempo reclamando un mecanismo independiente para procesar estos problemas sin riesgos morales ni ventajas de parte. Una reclamación hoy más necesaria que nunca
El G20 lanza la DSSI: una respuesta rápida pero anticuada
El G20 reaccionó con rapidez y un mes después de declarada la pandemia, en abril de 2020, lanzó una iniciativa para la suspensión temporal de la deuda bilateral (DSSI) para el período mayo-diciembre, que posteriormente amplió hasta junio de 2021 para hasta 73 países de ingresos bajos. Contar con una iniciativa como la DSSI es, en sí mismo, muy importante, pues a falta de una instancia formal en la que resolver la crisis, ofrece un marco de tratamiento que permite su abordaje y ampliación progresiva. La aprobación en la cumbre del G20 de noviembre de 2020 del nuevo “marco global” de tratamiento de la deuda, pese a su incierto impacto inicial, apunta en esa dirección.
Pero tan solo 46 países elegibles se han sumado, recibiendo el alivio en forma de moratoria de 5.700 millones de dólares, lo que representa apenas un 12% de los más de 40.000 millones de dólares en pagos pendientes en 2020 del grupo de países elegibles (o un 24% del servicio de la deuda de esos 46 países). Los “países DSSI”, los más pobres del planeta, han seguido pagando en 2020 9 de cada 10 dólares de deuda pendiente. Mientras su recaudación fiscal se redujo un 3,8% del PIB, el alivio temporal se situó en el entorno del 4% del PIB en 2020: la deuda aplazada a duras penas sirvió para cubrir el agujero fiscal. Cientos de millones de africanos no han recibido ayuda porque se ha continuado pagando la deuda casi al completo en 2020. EURODAD ha realizado un magnífico análisis detallado de la iniciativa.
El frustrante resultado de la DSSI en 2020 responde a una concepción y diseño profundamente equivocados y a la falta de fortaleza política frente a los agentes privados. El G20 alcanzó un acuerdo de mínimos con esquemas de otra época: estableció una moratoria únicamente sobre la deuda bilateral, lo cual implicaba que un solo acreedor, China, sería el hipotético responsable de dos tercios del alivio. Obviaba además el papel fundamental de los acreedores privados, a quienes pedía una adhesión meramente voluntaria que no se ha dado. Peor aún, ante su difícil situación financiera, con elevados vencimientos de deuda privada al acecho, un grupo de países (Kenia, Ghana, Senegal, entre otros) han declinado usar la DSSI ante el riesgo de empeorar su capacidad de refinanciar deudas privadas o acceder de nuevo al mercado. El dinero de emergencia del FMI recibido en este 2020 podría acabar sirviendo para pagar esas deudas privadas y no para la recuperación.
Este conjunto de condiciones ha conducido a la iniciativa del G20 al fracaso. Al menos, por el momento. Mientras los países más pobres seguían pagando sus deudas, no podían invertir en proteger a su población, y además los pagos aplazados engrosan la factura posterior, dificultando la fase de recuperación. El reciente impago (default) de Zambia ha sido calificado como “el canario en la mina” de muchos otros países de la región. Angola, Chad y Mozambique han dado señales claras de sus problemas inminentes. En el lado contrario, Costa de Marfil y Benin han logrado “volver al mercado” de deuda al final de 2020, una señal esperanzadora pero ambivalente.
¿Qué hace falta en 2021?
Primero, abordar con realismo la profundidad de la crisis, condonando toda la deuda pagadera hasta al menos 2022, e incluyendo en la DSSI a países de ingresos medios en crisis.
Segundo, asegurar que deudas privadas, multilaterales y bilaterales se incluyen en pie de igualdad y con sus mecanismos diferenciados, en las medidas: esas deudas también deben ser restructuradas y en su caso canceladas.
Tercero, el “Banco Central” del mundo, que es el FMI, debe usar su propia máquina del dinero para emitir moneda e inyectársela a sus miembros por valor de 3 billones de dólares, privilegiando a los países en desarrollo en la asignación posterior. Además, el FMI también puede utilizar otro resorte para apoyar a los países en apuros: la aplicación de su artículo VII, sección 2b, que permitiría suspender temporalmente y por causa mayor, la obligatoriedad de los contratos de deuda en las cortes domésticas, avalando de facto una moratoria de la deuda privada.
Cuarto, el G20 debe convertir su nuevo “marco global” en el germen de un futuro sistema integrado para el tratamiento de las crisis de deuda soberana, que pueda procesar la cadena imparable de restructuraciones que viene.
Estas medidas, entre otras, permitirían empezar a encauzar la actual crisis fiscal y de deuda de los países africanos, agravada por los impactos de la COVID19. Es preciso actuar rápido para evitar la temida cascada de países entrando en crisis de pagos.
Autor
Jaime Atienza (@jaazcona) es responsable global de política de deuda en Oxfam.