Cuando pensamos en violencia y Nigeria, lo primero que nos viene a la cabeza es un nombre: Boko Haram. Desde el secuestro de las más de doscientas niñas en Chibok en abril de 2014, la organización yihadista se ha vuelto habitual en las páginas de información internacional por sus brutales atentados, cada vez más sangrientos. Sin embargo, la violencia en Nigeria no se limita a la organización de Abubakar Shekau, sino que engloba a numerosos grupos en distintas partes del país. Entender el complejo contexto político, social y económico en Nigeria es clave para poder comprender cómo la violencia ha sido una constante en la que se ha articulado la historia de movimientos de oposición al poder por parte de numerosos grupos humanos en el país.
El Estado nigeriano: fábrica de violencia
Gran parte de la violencia generada en Nigeria es una respuesta directa a la propia violencia ejercida por parte del Estado nigeriano. Tras la independencia, las fuerzas de seguridad en Nigeria han sido más instrumento al servicio del Estado en su represión de la disidencia, la oposición y la protesta ciudadana que el elemento de protección de la población. Para Alemika y Chukwuma, la violencia policial en Nigeria es producto de las estructuras políticas y económicas coloniales y pos-coloniales. Una causa fundamental de ésta es la falta de legitimidad democrática de los sucesivos gobiernos nigerianos hasta 1999. Otra es la existencia de un sistema económico basado en la explotación y la opresión de la amplia mayoría de la población en beneficio de las élites. Esta estructura genera un círculo de violencia, pues los oprimidos se rebelan contra aquellos que los oprimen y estos utilizan los medios a su disposición, en este caso las fuerzas y cuerpos de seguridad, para reprimirla aún más, generando una espiral sin fin.
Esta situación no cambió con la llegada de la democracia en 1999. Pese al cambio de régimen político, los verdaderos factores de la violencia siguen presentes en la sociedad nigeriana. Muestra de ello son los diversos casos de rebeliones, separatismos étnicos, y otro tipo de manifestaciones violentas que van más allá del régimen político y que ponen en cuestión la construcción nacional del Estado nigeriano, su reparto del poder, la verdadera participación de los distintos grupos en el mismo y la estructura económica existente, el cual sigue propiciando que más de un 70% de la población viva en la pobreza pese al fulgurante crecimiento económico del país.
Las fuerzas de seguridad han jugado un papel fundamental en el mantenimiento de este orden de cosas. 40 años de gobierno militar han impedido una verdadera penetración democrática en las fuerzas de seguridad, que siguen percibiéndose a sí mismas y son utilizadas para un mantenimiento del status quo. De hecho, es innegable su contribución a la radicalización violenta en grupos como Boko Haram, cuyo paso hacia la lucha armada contra el Estado resulta directamente motivado por la política de represión llevada a cabo contra la organización en 2010, con el asesinato de numerosos miembros y simpatizantes de la misma y la muerte bajo custodia policial de su líder espiritual, Mohammed Yusuf. Desde mayo de 2011, las fuerzas de seguridad del Estado han causado 6.116 víctimas mortales, la mayoría de ellas civiles, y si atendemos al indicador que refleja el número de víctimas producidas en choques entre estas fuerzas de seguridad y los islamistas, la cifra asciende a 12.651. Esta política no sólo se ha mantenido tras la llegada de Buhari, sino que hemos conocido que la ayuda militar otorgada por algunos países como Reino Unido para luchar contra Boko Haram, está siendo desviada a la lucha contra los opositores del actual presidente.
Violencia en el Delta del Níger
A comienzos de la década del 2000, varios grupos armados emergieron en el sur de Nigeria, en la región del Delta del Níger. El paso a la lucha armada se fundamentaba en una amalgama de reclamaciones a nivel local relacionadas con la contaminación medioambiental por parte de la industria petrolífera, la desigual distribución de los ingresos procedentes de los recursos energéticos de la región, la falta de infraestructuras, la extendida pobreza, el elevado desempleo, especialmente entre los jóvenes, y la marginación de la política nacional.
El Niger Delta People’s Volunteeer Force (NDPVF), Niger Delta Vigilante y el Movimiento por la Emancipación del Delta del Níger (MEND) son los tres grupos más destacados de este enfrentamiento contra el Estado nigeriano. Sus acciones han ido desde el sabotaje de instalaciones petrolíferas y robo y contrabando de crudo hasta el secuestro de nacionales y extranjeros. En el punto culminante de esta insurgencia, en 2009, el conflicto se cobraba alrededor de 1.000 vidas al año, había mermado en un 50% la producción petrolífera del país y suponía un coste de en torno a 19 millones de dólares al día en operaciones anti-terroristas.
Por ello, en 2009 el gobierno de Goodluck Jonathan concedió una amnistía destinada al desarme y la reintegración de los combatientes, así como al desarrollo de planes a nivel local para la vigilancia de la actividad medioambiental de las empresas petrolíferas, mejorar la distribución de los ingresos y la vida cotidiana de los ciudadanos. En un principio, la amnistía tuvo éxito en desarmar a los militantes y frenar la violencia, así como posibilitó la recuperación de la producción energética a niveles pre-insurgencia. Sin embargo, el alto coste de esta amnistía, en torno a 500 millones de dólares anuales, ha generado polémica, ya que, previsto para el período 2010-2015, su terminación dejaría a muchos de los antiguos militantes sin los beneficios que ahora obtienen.
El triunfo en las últimas elecciones presidenciales de Muhammad Buhari en 2015 despertó recelos e, incluso, amenazas del retorno a la violencia, en los militantes del Delta. Buhari anunció que la amnistía finalizaría en diciembre de 2015, como estaba estipulado. Además, ha cancelado los contratos de protección de los oleoductos que el gobierno de Jonathan había otorgado a algunos líderes de las milicias y a la milicia Yoruba, O’odua People’s Congress. Si a esto sumamos que los intentos por mejorar la situación medioambiental han sido un fracaso y que la pobreza y el desempleo persisten, el retorno a las armas de las milicias del Delta del Níger ha sido un regreso más que anunciado.
Enfrentamientos intercomunales en el centro del país
Desde 2001 tienen lugar fuertes enfrentamientos inter-comunales en la zona central del país, conocida como el Middle Belt y, más concretamente, en el estado de Plateau, cuya capital, Jos, es escenario de una violencia inusitada. La razón del conflicto es el derecho a la indigenidad que reclaman los Barom/Anaguta/Afizere y los migrantes de la etnia Hausa-Fulani. El primer grupo es mayoritariamente cristiano mientras que el segundo es predominantemente musulmán, lo que ha dado lugar a que el enfrentamiento haya sido explicado en clave religiosa. Nada más lejos de la realidad, pues las causas responden al acceso al poder y recursos que otorgan el estatuto de indigenidad, pero la incorporación del enfrentamiento religioso permite a distintos actores instrumentalizar el conflicto de forma acorde a sus intereses para no abordar la raíz del problema, que es el propio concepto de indigenidad.
El principio de la indigenidad está basado en que los grupos considerados “locales” controlan el poder y los recursos en los Estados o áreas gubernamentales locales (LGA, por sus siglas en inglés) mientras que aquellos que han migrado por diferentes razones son excluidos. La indigenidad recibió consideración legal con la independencia en 1960 para proteger a las minorías étnicas de verse subsumidas por los grupos étnicos mayoritarios y así preservar su cultura e identidad política así como sus instituciones de gobernanza tradicionales. Con el retorno de la democracia en 1999 este principio no ha sido abolido en favor de una nacionalidad nigeriana que englobe a todos los grupos étnicos, con lo cual las nociones de etnicidad y antigüedad poseen que mayor fuerza que la de ciudadanía.
Este constante enfrentamiento por el acceso a los derechos que otorga la ciudadanía ha ido alimentando un conflicto en el que la adscripción religiosa ha ido adquiriendo mayor importancia, pero no ha llegado a ser el elemento predominante. Los estallidos más importantes de este enfrentamiento han tenido lugar en 2001, 2004, 2008 y 2010. Desde 2010 el conflicto se ha intensificado con la suma al mismo de Boko Haram, quien ha llevado a cabo sangrientos atentados en Jos, como el cometido el día de Navidad en 2011, con al menos 50 víctimas mortales. Es por ello que, como señala Kwaja, “aunque la violencia a gran escala siempre ha ocurrido periódicamente durante la década de los 2000, en los últimos años los ataques se han vuelto más frecuentes, extendidos y eficientes.” Desafortunadamente, los niveles de violencia no tienen nada que envidiar a los ataques del grupo islamista. A modo de ejemplo, en marzo de 2010, en un solo ataque murieron entre 300 y 500 personas.
La respuesta gubernamental no ha sido todo lo contundente que se esperaba. En parte se puede explicar por el hecho de que muchos de los gobernantes de estas regiones se han posicionado desde el principio a favor del bando “indígena”, con lo cual su voluntad para resolver el conflicto se ve mermada debido a la falta de imparcialidad. Tampoco se han puesto en marcha investigaciones concluyentes para determinar quiénes son los verdaderos perpetradores de la violencia. Como consecuencia, señala Kwaja, “el vacío de gobernanza está empeorando. Las cada vez más asustadas y recelosas comunidades se están volviendo hacia actores no estatales”. Esto ha motivado la derivación del conflicto hacia otro tipo de violencia protagonizada por bandas juveniles, tanto cristianas como musulmanas, lo que a su vez facilitó el terreno para la participación en la misma de Boko Haram, haciendo gala de su defensa de los musulmanes.
La solución a este conflicto pasa por una reforma inaplazable de la Constitución nigeriana, que reconozca la igualdad de todos los ciudadanos, con independencia del tiempo que lleven habitando en un determinado lugar. Si no se lleva a cabo este cambio legal, los brotes de violencia que llevan estallando cada pocos años continuarán e incluso pueden volverse permanentes.
Boko Haram: el último eslabón de la cadena
Aunque es el grupo armado más conocido, como hemos visto, no es el único operativo a día de hoy en Nigeria. Pero la lectura de Boko Haram puede hacerse en más de una clave. La más extendida es la que lo sitúa dentro del movimiento yihadista internacional, nacido a raíz de Al-Qaeda y potenciado con el surgimiento de Daesh. Esta interpretación no corresponde por completo a los hechos, pues el origen de Boko Haram puede rastrearse con anterioridad a Al Qaeda y como respuesta a unas motivaciones que van más allá de las del yihadismo global.
Otra de las narrativas que explica Boko Haram es la que lo encuadra dentro de una tradición de poder islamista en la región, retrotrayendo sus orígenes hasta el siglo XIX. Según esta narrativa, Boko Haram es el sucesor del antiguo imperio Fulani y del Califato de Sokoto que existió en el Norte de Nigeria por entonces. Además, el uso de la yihad estaría justificado por la llevada a cabo por Usman Dan Fodio, fundador del Imperio. Esta teoría carece de los elementos que explican el apoyo de parte de la población a la organización y la necesidad de esta lucha hoy en día.
Finalmente, otra narrativa, a mi modo de ver más acertada, es aquella que encuadra a Boko Haram dentro de una corriente de movimientos radicales anti-gubernamentales, de las que la organización sería la última manifestación. Es lo que sostienen Deckard, Barkindo y Jacobson en su estudio Religiosity and rebellion in Nigeria: Considering Boko Haram in the radical tradition. Según su perspectiva, todos los movimientos surgidos en Nigeria, tanto los nacionalistas como los étnicos y los religiosos, responden a un trasfondo de agravios sufridos por las comunidades en las que dichos movimientos surgen y no son explicables por una característica específica como puede ser la etnia o la religión. Para estos autores, “el éxito de un movimiento radical depende menos de la popularidad de su posición ideológica y más de las debilidades existentes en un determinado régimen, las presiones demográficas y externas, la marginación y el escaso desarrollo económico. Estos elementos provocan un apoyo crucial a movimientos anti-estatales que simplemente no existiría basándose únicamente en la ideología.”
Teniendo en cuenta este desarrollo, podemos situar los antecedentes directos de Boko Haram en distintos movimientos islamistas desarrollados a partir de la década de los 80. El primero de ellos fue el movimiento Maitatsine, fundado por Mohamed Marwa, que bebía en cierta forma de la revolución islámica iraní. Otro precedente posterior es Izala, un movimiento de corte wahabista, que habría dado lugar a Muhajirun, considerado antecedente directo de Boko Haram. Este último era un grupo pacífico, retirado en Maiduguri y que tenía un proyecto similar al de los talibán afganos. Posteriormente dio el paso a la lucha armada bajo la denominación de Ahlus Sunnah wal Jama’ah. El líder de la rama juvenil era Mohammed Yusuf, quien sería líder espiritual posteriormente de Boko Haram, fundado por él mismo tras separarse de dicho grupo.
Esta evolución del islamismo militante en Nigeria nos muestra que Boko Haram no es fruto de un día, sino de 30 años de evolución del movimiento islamista en Nigeria. Asimismo, nos ilustra sobre cómo la violencia que practica la organización no está desconectada del contexto general de conflictos que llevan dándose en Nigeria desde hace décadas. Sin restar ni un ápice de la gravedad que supone el grupo armado y sin olvidar las 15.463 víctimas que su lucha ha causado desde mayo de 2011, la violencia en Nigeria va más allá de una sola organización armada. Los problemas que generan violencia y, como consecuencia, sufrimiento en el país están enraizados en su propia construcción nacional. Una nación con más de 250 grupos étnicos diferentes que no se sienten representados por la ciudadanía nigeriana, ya que ni todos ellos gozan de ese reconocimiento, ni participan del poder político y económico de un Estado, que ven al servicio de determinadas élites pertenecientes a determinadas etnias. Para terminar con la violencia es necesario, por tanto, responder de forma adecuada a todos esos agravios, lo que no es una tarea sencilla.
Autora
Victoria Silva Sánchez es periodista y experta en relaciones internacionales. Ha colaborado con el Instituto de Estudios de Conflictos y Ayuda Humanitaria (IECAH) o Acción contra el hambre. Escribe para diversos medios de información internacional. Sus áreas de interés son el terrorismo, los Derechos Humanos, el mundo árabe y musulmán y el mundo negro. @VickyShishaz