Libia inició el año 2016 con un nuevo marco político. El acuerdo suscrito en Skhirat (Marruecos) en diciembre de 2015 bajo los auspicios de la ONU pretendía abordar la situación de fragmentación institucional y violencia en el país norteafricano, escenario de una accidentada transición desde la caída del régimen de Muammar Gaddafi (2011) y de una creciente confrontación entre polos de poder, en especial desde mediados de 2014. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos a lo largo de 2016 ha confirmado las dudas expresadas por los más escépticos sobre la fragilidad del acuerdo y ha puesto de relieve los complejos retos que debe afrontar Libia para avanzar hacia un futuro de paz y estabilidad. Un desafío en el que confluyen una persistente polarización política, un explosivo panorama de seguridad producto de un atomizado y activo abanico de actores armados, una aproximación internacional condicionada por intereses y prioridades a menudo disonantes, y una situación de crónicas violaciones a los derechos humanos. Este conjunto de factores puede derivar en un agravamiento de la situación en el país en 2017 con serias repercusiones a nivel interno y regional, confirmando la etiqueta que en los últimos años ha señalado a Libia como epicentro de inestabilidad en el norte de África.
Un acuerdo débil
Desde un principio, el acuerdo de Skhirat despertó interrogantes sobre su viabilidad y capacidad para revertir las dinámicas de división instaladas en el país. El pacto se suscribió en medio de presiones internacionales, en un contexto de preocupación occidental por el fortalecimiento de ISIS en Libia y por los flujos de personas refugiadas y migrantes hacia Europa. Sin embargo, el pacto resultante fue considerado como apresurado y falto de un consenso sólido –actores clave no dieron su apoyo a la iniciativa– y diversas voces alertaron sobre el riesgo de que configurara un tercer polo de poder, en un contexto ya caracterizado por la pugna de legitimidades entre instituciones establecidas en Trípoli y Tobruk/Al-Bayda (este). El acuerdo definió la creación de un Consejo Presidencial de nueve miembros –encabezado por Fajez Sarraj, considerado como el futuro primer ministro– y responsable de la conformación de un nuevo Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN). El acuerdo y este gobierno de unidad debían ser aprobados por la Cámara de Representantes (CdR) con sede en Tobruk que, según el pacto de Skhirat, pasaba a ser el único cuerpo legislativo válido. Integrantes del otro legislativo en funciones, el Congreso Nacional General (CNG) –que precedió a la CdR y se mantuvo operativo en Trípoli en medio de la disputa entre ambas instituciones tras las elecciones de junio de 2014– pasarían a conformar un Alto Consejo de Estado, de carácter consultivo.
En la práctica, sin embargo, el acuerdo ha enfrentado un sinnúmero de dificultades para su implementación, fruto de diferencias de procedimiento y de fondo –en especial en materia de seguridad, competencias y designación de altos cargos–, en un contexto de desconfianzas, luchas de poder y pugnas tribales. Así, en los primeros meses de 2016 Sarraj ni siquiera pudo establecerse en Libia ante la inseguridad y amenazas de diversos actores. No fue hasta finales de marzo que el líder del Consejo Presidencial y varios de sus integrantes llegaron a Trípoli y se instalaron en una base naval con la intención de consolidarse como autoridad desde la capital del país. Un propósito que a finales de 2016 el Consejo no había conseguido dada su limitada capacidad para controlar el territorio y las escasas fuerzas de seguridad bajo su mando, lo que le ha obligado a confiar en la colaboración de algunas milicias. La CdR, en tanto, se ha negado a aprobar el gabinete propuesto por Sarraj. Según detalla International Crisis Group (ICG), desde el este del país han observado con desconfianza la aproximación del Consejo Presidencial a algunos grupos armados, como los de Misrata, y recelan de la instalación de un gobierno que vuelva a controlar los destinos del país desde Trípoli sin tener en cuenta sus aspiraciones de descentralización. A esto se suma el factor Khalifa Hifter. El ex general, líder del llamado Ejército Nacional de Libia y actor clave en la provincia de Cirenaica (este) se ha posicionado en contra del pacto de Skhirat y ha utilizado sus influencias para alimentar la posición reticente de la CdR.
En consecuencia, las dinámicas alentadas por el acuerdo han creado más divisiones y han profundizado la fractura este-oeste en Libia. Así, a finales de 2016 el panorama se caracterizaba por la duplicación de estructuras institucionales y múltiples disfuncionalidades, como constata el último informe de la misión de la ONU en el país (UNSMIL). Ante el bloqueo por la falta de apoyo de la CdR, Sarraj ha promovido que el gobierno de unidad opere de facto en una situación de provisionalidad, mientras que el “gobierno interino” próximo a la CdR instalado en Al-Bayda ha seguido ejerciendo su autoridad en el este del país. En Trípoli algunos sectores han aceptado el acuerdo de Skhirat y otros pretendían seguir manteniendo su influencia. Hasta el propio Consejo Presidencial enfrentó el boicot de algunos de sus integrantes. La pugna es ahora, como destacan algunos analistas, no entre dos campos sino entre decenas de rivales políticos.
Frágil panorama de seguridad
Paralelamente, la situación se seguridad sigue siendo extremadamente frágil. En un país donde el número de armas triplica al de habitantes (20 millones de armas para una población de 6,5 millones de habitantes, según estimaciones), una miríada de grupos armados con diversidad de lealtades e intereses ha continuado protagonizando enfrentamientos y disputas en todo el territorio, apostando por asentar su poderío por la fuerza. En este contexto, uno de los puntos de inflexión de 2016 –que impactó en el balance de fuerzas este-oeste– fue el avance de las fuerzas del general Hifter en el “creciente petrolero” (centro) y el control de varios puertos. De cara a 2017 no se descartaban nuevos enfrentamientos en esta zona y en otros escenarios, por ejemplo, en caso de que las fuerzas de Hifter avancen hacia el oeste o sur del país o de que ciertos actores armados empoderados en la campaña contra ISIS decidan avanzar hacia el este.
Los intentos por erradicar a ISIS –con mayor presencia en el territorio libio desde mediados de 2015– fueron otro de los focos de actividad armada en 2016. Grupos armados presuntamente leales al gobierno de unidad lanzaron la operación Bunyan Marsus, con apoyo de EEUU y otros países. Si bien el anuncio de la expulsión de ISIS de su principal bastión, Sirte, a finales de año constituyó un innegable golpe al grupo armado y sus ambiciones de expandir su “califato” más allá de Iraq y Siria, diversos análisis han coincidido en advertir que este hecho no supondrá el fin del grupo armado en Libia. Combatientes del grupo pueden continuar aprovechando el vacío político y la inestabilidad para reorganizarse y volver a operar en células más reducidas desde otros puntos del país o desde países vecinos. Más aun teniendo en cuenta que ISIS en Libia ha actuado como base de apoyo a filiales de ISIS en países como Túnez y Egipto. A diciembre de 2016, centenares de miembros de ISIS permanecían en distintos puntos de Libia y estaban en condiciones de sacar provecho de las redes de apoyo de otros grupos yihadistas como Ansar al-Sharia o AQMI. Según un informe reciente de la ONU, AQMI –y sus grupos afiliados– también ha conseguido consolidar su presencia en el sur de Libia y continuaba usando el país como base logística para procurarse armas y municiones.
Intereses foráneos
Si bien la actuación de actores externos en Libia no es un fenómeno nuevo, la implicación de potencias externas se hizo más explícita en 2016. Esto fue patente en la presencia de fuerzas especiales de países como Reino Unido, Francia y también de EEUU, que inició una campaña aérea contra ISIS con la anuencia del gobierno de unidad en funciones. Esta intervención ha estado directamente vinculada con las prioridades de Occidente en materia de lucha antiterrorista y control de flujos migratorios, y ha supuesto también un respaldo al gobierno promovido por Sarraj, a pesar de la falta de ratificación por la CdR, ante la necesidad de contar con una autoridad local que dé luz verde a la intervención. Países como Egipto, EAU y Rusia, en cambio, han asumido una posición más próxima a Hifter –también apoyado por Francia–, subrayando la necesidad de respetar los procedimientos establecidos en el acuerdo y mostrándose preocupados por la posible influencia de sectores islamistas en el entorno de Sarraj. Hifter ha sido crecientemente retratado como el “hombre de Moscú” en Libia, en el marco de una posible alianza de largo plazo que permitiría a Rusia situarse de manera estratégica en el Mediterráneo central y asegurar contratos en el sector petrolero y de armas. Tanto Rusia como Egipto y EAU se han mostrado partidarios de permitir la provisión de armas a las fuerzas de Hifter a través de una flexibilización del embargo de armas (un embargo que habría sido transgredido por diversos países, entre ellos EAU, Turquía, Egipto y compañías estadounidenses). En este escenario, existe el riesgo de que por un lado los actores libios se muestren menos dispuestos a hacer concesiones por tener la sensación de contar con apoyos externos y, por otro, de que las tensiones geoestratégicas internacionales se proyecten aún más en Libia. Teniendo en cuenta los precedentes de la intervención occidental en el país en 2011 –que excedió el mandato de la ONU y derivó en un apoyo a la campaña contra el régimen de Gaddafi–, Moscú ya ha expresado su rechazo a una eventual acción de la OTAN en Libia.
Crisis de derechos humanos
Además de toda esta complejidad en el ámbito político y securitario, Libia continúa enfrentando serios déficits en materia de derechos humanos. Los diversos actores armados han seguido perpetrando numerosos abusos con total impunidad, incluyendo asesinatos, ataques indiscriminados en zonas civiles, secuestros, torturas y detenciones arbitrarias. La ONU viene documentando estos abusos y también ha alertado sobre la situación de especial vulnerabilidad de las personas migrantes y refugiadas en Libia, que se ha convertido en país de destino y de tránsito. Informes recientes han denunciado múltiples abusos –extorsiones, trabajos forzados, violencia sexual y arrestos arbitrarios– por parte de grupos armados y redes de trata y también de funcionarios. Pese a estos riesgos y ante el bloqueo de la ruta oriental debido a las políticas de cierre de fronteras de la UE, miles de personas han seguido optando por la ruta central del Mediterráneo. Así, en 2016 más de 100.000 personas habían llegado a las costas de Italia, en su mayoría desde las costas de Libia, y hasta diciembre más de 3.000 había muerto en el intento de cruzar por esta vía. Es decir, la gran mayoría de las más de 4.000 que se estimaba fallecieron en el Mediterráneo en 2016.
Este conjunto de factores, por tanto, deja patente la urgencia de que los actores locales e internacionales multipliquen los esfuerzos para favorecer la reducción de la violencia en Libia, lo que según análisis expertos requiere –entre otras cosas– revisar el acuerdo de Skhirat para garantizar la implicación de actores clave y favorecer un proceso bottom-up que tenga en cuenta, por ejemplo, el potencial papel de las tribus para resolver la crisis. La tarea es sin duda ingente, pero la alternativa es que continúen las dinámicas de inestabilidad y fragmentación que amenazan con consolidar a Libia como foco de inestabilidad en el Mediterráneo central.
Autora: Pamela Urrutia. Investigadora de la Escola de Cultura de Pau. @pamela_urrutia
Foto de portada:Surian Soosay
Artículo publicado originalmente en Escenarios de Riesgo y Oportunidades de Paz 2017, Alerta, Escola de Cultura de Pau