Desde la consecución de su independencia en 1956, Sudán ha vivido largos periodos bajo la sombra de la guerra y la inestabilidad. Más de 2,5 millones de personas perdieron la vida en la primera (1955-1972) y segunda fase (1983-2005) de la guerra civil sudanesa. Posteriormente, entre el año 2005 y el 2010 parte del país gozó de cierta estabilidad, producto de la firma del Comprehensive Peace Agreement (CPA) que puso fin a la guerra en la región meridional del país, aunque el inicio de la guerra en Darfur (2003) impidió hablar de años de paz. Durante la última década la región volvió a estar marcada por una profunda inestabilidad, producto de los efectos de la independencia de Sudán del Sur (2011), los convulsos procesos transicionales abiertos en Sudán y Sudán del Sur y los diferentes escenarios de conflictividad armada presentes en Sudan (Darfur, Kordofán Sur y Nilo Azul) y la guerra civil iniciada en Sudán del Sur en diciembre de 2013. Si bien durante este periodo también se han observado pasos positivos, como la firma de sendos acuerdos de paz (Acuerdo Revitalizado para la Resolución del Conflicto en la República de Sudán del Sur (R-ARCSS) de 2018 o el Acuerdo de Paz de Juba sobre Sudán de 2020) o la conformación de gobiernos transicionales en ambos Estados –así como la mejora de la relación entre ambos países a raíz de acuerdos de cooperación mutua en torno a delimitaciones fronterizas pendientes, entre las que destaca Abyei– la inestabilidad política y la violencia han seguido comprometiendo los esfuerzos para la construcción de la paz, la estabilidad y la democracia.
A mediados de abril de 2023 se produjo el último episodio de violencia que amenaza con afectar la ya de por si frágil estabilidad de la región, a raíz del inicio de intensos combates en Jartum, capital de Sudán, y en otros puntos del país protagonizados por las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF) dirigidas por el general Abdel Fattah al-Burhan (presidente del Consejo Soberano) y las fuerzas paramilitares Rappid Support Forces (RSF), dirigidas por el teniente general Mohamed Hamdan Dagalo “Hemedti” (vicepresidente del Consejo Soberano). Estos acontecimientos amenazan con tener un efecto boomerang, afectando, no solamente a la vecina Sudán del Sur, sino al conjunto de países fronterizos: Chad, República Centroafricana, Etiopía, Eritrea, Libia, Egipto o la República Democrática del Congo, muchos de los cuales presentan ya escenarios complejos de violencia.
La nueva crisis en Sudán es el último episodio generado desde las movilizaciones populares de finales de 2018 que conllevaron la caída del gobierno de Omar al-Bashir en abril de 2019, tras tres décadas en el poder. A partir de ese momento el país ha sido incapaz de lograr una transición política efectiva que permita superar las rémoras del antiguo régimen. Los militares usurparon el poder en abril de 2019, y si bien en agosto de ese año acordaron compartir el gobierno transicional con la coalición civil Fuerzas para la Libertad y el Cambio (FFC), en octubre de 2021 volvieron a dar un nuevo golpe de Estado disolviendo el gobierno transicional y destituyendo al primer ministro, Abdallah Hamdok. Tras un 2022 marcado por dos procesos de negociación entre la Junta Militar y la oposición política –el mecanismo trilateral (facilitado por la UNITAMS, la UA y la IGAD) y el Quad (EEUU, Reino Unido, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos– en diciembre se llegó a un acuerdo marco en el que los militares prometieron renunciar a gran parte de su poder político y crear un gobierno civil de transición para abril de 2023. Sin embargo, la fase II de las negociaciones iniciada en enero de 2023, la cual pretendía abordar diferentes temas sensibles –entre los cuales, la justicia transicional; la reforma del sector de la seguridad, incluyendo la incorporación de las RSF al Ejército; el Acuerdo de Paz de Juba; el estado del comité de desmantelamiento del ex régimen de Omar al-Bashir; y la crisis en el este de Sudán– acabó por mandar el proceso transicional a la casilla de salida, que se ha traducido en el inicio de los enfrentamientos armados entre las SAF y las RSF.
En Sudán del Sur, el proceso transicional presenta ciertas similitudes con la crisis sudanesa. Tras cinco años de guerra, los dos principales actores responsables de la prolongación del conflicto –el Gobierno presidido por Salva Kiir y el SPLA-IO dirigido por el vicepresidente del Gobierno Riek Machar– firmaron un acuerdo de paz en 2018 (R-ARCSS) que posibilitó abrir un periodo transicional. Este acuerdo, no ha servido para poner fin a la violencia, sino que ha sido instrumentalizado continuamente por las partes. El último episodio se produjo en agosto de 2022, cuando el Gobierno de Transición de Unidad Nacional Revitalizado (R-TGoNU) presidido por Kiir y vicepresidido por Machar, amplió unilateralmente el período de transición por otros dos años, situando las elecciones en diciembre de 2024. Sin embargo, muchos analistas intuyen que es probable que ni siquiera se llegue a esa fecha, ya que antes del fin del régimen transicional, tal como se prevé en el Acuerdo Revitalizado, debe estar en vigor una nueva Constitución, algo que hoy en día parece lejano. Asimismo, otra de las claves del Acuerdo es la creación de un ejército nacional unificado. Al igual que en el caso de Sudán, los pasos para lograr esta integración y las controversias sobre los tiempos, forma y estructura de mando amenazan con hacer descarrilar el proceso transicional.
Mientras las transiciones en ambos países se tambalean, sus poblaciones se enfrentan a una importante crisis humanitaria que puede amplificarse con la nueva deriva violenta en Sudán. A finales de 2022, un tercio de la población de Sudán –más de 15 millones de personas– padecía inseguridad alimentaria grave, y 3,7 millones de personas se encontraban desplazadas internamente por la violencia, mientras que el país acogía simultáneamente a más de un millón de personas refugiadas de las crisis vecinas. En Sudán del Sur el escenario es similar. Según datos del Programa Mundial de Alimentos (PMA) 6,6 millones de personas –más de la mitad de la población del país– afrontan una situación de inseguridad alimentaria aguda, hambre y desnutrición. Estas cifras que podrían ascender hasta los 7,8 millones durante el primer semestre de 2023. Además, 2,3 millones de personas se encontraban refugiadas debido a la inseguridad. El estallido de la violencia en abril en Sudán podría tener otros efectos catastróficos en Sudán del Sur, sobre todo en su economía, ya que el 90% de los ingresos del país dependen de la exportación de petróleo a través de Sudán. Asimismo, también podría provocar, según estimaciones de las Naciones Unidas, que más de 800.000 personas busquen refugio en otros países, amplificando la crisis de desplazamiento forzado en la ya muy tensionada región. Este impacto puede afectar también las dinámicas de violencia presentes en RCA, RDC, Chad, Libia o Etiopía (Tigré y Oromiya), además de las propias internas en Darfur, Kordofán Sur, Nilo Azul o en la región del este de Sudán y en Sudán del Sur, convirtiendo la región en un polvorín.
Si bien no se puede ignorar la posibilidad de que la crisis en Sudán degenere en una guerra prolongada, la intensificación del conflicto no es inevitable. Se requiere de una acción conjunta de los actores locales, nacionales, regionales e internacionales para lograr que las partes vuelvan a la mesa de negociación, pongan fin a la violencia y recuperen el espíritu de la transición. Si esto no sucede, el impacto de otra guerra en Sudán tendrá un efecto dominó impredecible en toda la región del África Central y el Cuerno de África.
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Este artículo es un extracto que será publicado en Escola de Cultura de Pau. Alerta 2023! Informe sobre conflictos armados, derechos humanos y construcción de paz. Barcelona, Icaria, 2023.