Transformar el mundo a golpe de movimiento social

Objetivo 0’7: del genocidio de Ruanda a Gallina Blanca

El año 1994 empezó con el levantamiento zapatista, la guerra de Bosnia no había terminado, pero fueron las brutales imágenes del genocidio de Ruanda las que finalmente desencadenaron una espectacular movilización social por el 0’7, “y el tercer mundo”. En 1994 España dedicaba el 0,26 de su producto interior bruto a cooperación internacional y hoy dedica el 0,22. Si nos limitamos a mirar ese porcentaje, técnicamente la acampada no sirvió para nada, pero si nos fijamos en cosas como el I Encuentro de Movimientos Ciudadanos Africanos recientemente celebrado en Barcelona, igual podemos hacer otro tipo de balance.

El manifiesto final de la acampada decía que el mejor resultado había sido el salto cualitativo en la conciencia de solidaridad de las personas acampadas y en el conjunto de la sociedad y ciertamente fue así. Hoy, con todo el conocimiento del mundo accesible a través de internet resulta difícil imaginar hasta qué punto aquella experiencia resultó para muchos de nosotros una universidad a cielo abierto y un máster acelerado de economía y política mundiales. Pero no sólo: la acampada multiplicó exponencialmente el incipiente movimiento social de solidaridad internacional y fue el inicio del sistema y las políticas de cooperación internacional que hoy conocemos.

El 0’7 se convirtió en un símbolo, pero quienes allí acampaban ya decían que era un símbolo “ambiguo” y un instrumento insuficiente, y que lo hacía falta eran cambios estructurales “del sistema-mundo”. Sustituir el Fondo Monetario Internacional por organismos democráticos, cambiar la Organización Mundial del Comercio, abolir la deuda externa o reconocer el derecho de los pueblos indígenas a la autodeterminación ya estaba en la agenda y también, -¿cómo pudimos olvidarlo?- “sustituir la economía crematística por una economía ecológica y internalizar los costes ecológicos en la economía, para evitar que unos pocos países acaparen la mayor parte de los recursos disponibles del planeta”, y luchar contra las desigualdades en nuestra propia sociedad. Sin renunciar a esta ambiciosa agenda, la acampada se levantó con otros objetivos más inmediatos como hacer seguimiento de lo conseguido y seguir creando conciencia y movimiento. Y lo conseguido fue mucho, y el trabajo ingente, porque íbamos con mucho retraso.

Apenas trece años antes España todavía era un país receptor de ayuda internacional y no un país donante. Había entrado en la UE en 1986 y la Agencia Española de Cooperación se había creado en 1988. También en los 80 habían nacido el Fons Català de Cooperació, la Coordinadora estatal de ONG o la Federación Catalana d’ONGD. Cuando aún no existía una Ayuda Oficial al Desarrollo-AOD digna de tal nombre, las ONG y unos pocos ayuntamientos ya estaban apretando y la acampada significó una auténtica palanca de cambio. Como explica Carlos Gómez Gil, cuando España ingresó en el Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE, en 1991, la mayoría de la AOD eran créditos FAD, o sea, ayuda trampa ligada a la venta de servicios o productos de grandes empresas españolas, y los ayuntamientos del Estado apenas dedicaban dos millones de euros a cooperación. Después de la acampada, y en solo un año, de 1994 a 1995, la cooperación descentralizada creció de manera inaudita en un 176% pasando de 31,9 millones de euros a más de 88,1 millones en un solo año. Las comunidades autónomas crecieron un 158% y los ayuntamientos un 198%, y se multiplicaron las concejalías, los grupos y comités locales y los consejos de cooperación. La mayoría de esas partidas presupuestarias y esos consejos ciudadanos se mantienen a día de hoy aunque, con excepciones notables, su potencial para el cambio social se ha desaprovechado.

Otro de los resultados más visibles de la movilización fue el crecimiento y la consolidación del tercer sector de la cooperación. Las ONG recaudaron 80 millones de euros para Ruanda, una cantidad hasta entonces desconocida y que multiplicaba por cuatro lo que el gobierno español dedicaba a subvencionarlas. Aunque antes de la acampada ya había asociaciones y coordinadoras que llevaban años trabajando, lo que permitió convertir las primeras demandas en propuestas políticas, una parte de la fuerza social del 0’7 se transformó en nuevas organizaciones entre las cuales muchas que se metieron de lleno en el camino de la profesionalización. Hubo sin embargo otra parte importante del movimiento que nutrió nuevos colectivos e impulsó nuevas demandas. Fruto de ese primer activismo fue posible, años después, la consulta de la deuda externa (primer referéndum paralegal en el que participaron un millón de personas), el movimiento antiglobalización o el movimiento contra la guerra de la siguiente década.

 

Agricultoras keniatas – Foto: USAid – CC

 

El despertar de la crisis y la década perdida

Aunque los presupuestos fueron creciendo progresiva y discretamente nunca se llegó al 0’7: en España el máximo histórico se alcanzó el 2009, con un 0,46%, y en Catalunya el 2010 con un 0,45. La crisis puso sin embargo de manifiesto no solo la fragilidad del compromiso político sino el repliegue social, y cómo el sector de las ONG se había distanciado tanto de los movimientos sociales más rupturistas, como de la realidad y las preocupaciones de su propia sociedad. El 15M no tuvo nada de internacionalista, y en Catalunya la doble crisis, política y económica, nos alejó de cualquier preocupación por la situación de los países más pobres. Sólo el terremoto de Haití de 2010 consiguió cierta respuesta, y no fue hasta que la pobreza y la desesperación empezaron a llegar en pateras a las costas europeas que redescubrimos el mundo y nuestra propia frontera sur.

De nuevo, si miramos sólo el dinero público comprometido, la década del 2010 al 2020 ha sido una década perdida. Pero en realidad no ha sido así en cuanto a transformaciones de fondo en el movimiento de la cooperación y la solidaridad internacionales. La mayoría de coordinadoras de ONG se sumaron a las protestas del 15M, y la catalana el 2012 se encerró en la sede de la Agència Catalana de Cooperació para reclamar unos pagos atrasados sumándose, en las formas y el momento, a la ola de malestar colectivo. Esa acción significó un punto de inflexión en muchos sentidos. La federación catalana tuvo que despedir a casi todo su personal y se refundó como Lafede.cat en 2013, dejando atrás en su denominación el acrónimo ONG y apostando por un nuevo término y un nuevo enfoque más acorde a los nuevos tiempos de interdependencia: el de la justicia global. Paralelamente muchas organizaciones que solo habían trabajado en el exterior abrieron programas en nuestro propio país, y empezaron a trabajar con asociaciones y colectivos locales y a hacer sus análisis y propuestas en clave realmente global. Nos está costando romper con los poderosos frames que creamos para leer el mundo -el desarrollo, el Norte/Sur-, pero poco a poco hemos pasado de poner el acento en la pobreza a ponerlo en la desigualdad, los derechos humanos, el feminismo, las migraciones, el cambio climático o las trasnacionales.

¿Cómo se paga la justicia global?

Hace 50 años que las Naciones Unidas propusieron el 0’7. En 2015 aprobó los Objetivos de Desarrollo Sostenible y recordó que la AOD sigue siendo necesaria. En España hay muchas esperanzas puestas en el nuevo gobierno, y en Catalunya el nuevo acuerdo de presupuestos parece que ratifica el compromiso del Conseller de Exteriors, Alfred Bosch, del pasado mes de mayo cuando, otra vez en diferido, prometió el 0’7 para el 2030, con aumentos presupuestarios anuales y progresivos hasta entonces.

Desde hace 25 años sabemos que el 0’7 no es la solución de nada y en estos 25 años hemos comprobado además cómo es mucho más el dinero que sale de las economías del Sur, en concepto de retorno de deudas y de repatriación de beneficios, que el que entra vía solidaridad internacional: en 2016, toda la ayuda internacional subió a unos 145.000M de dólares, una cifra que es seis veces menor a lo que los países de menor renta transfirieron a sus acreedores internacionales como servicio de deudas. Pero hoy menos que nunca, con una UE y una comunidad internacional en descomposición, con fronteras cada vez más herméticas, estallidos sociales en medio mundo y más de 300 defensores y defensoras de derechos humanos asesinados el año pasado, mientras no dispongamos de nuevos instrumentos, no podemos renunciar a que el 0’7 sea la base sobre la que pivota una política pública de justicia global, por modesta que sea, y que sirva para construir y reclamar al tiempo una ayuda internacional realmente  transformadora.

25 años después hemos convertido la gestión de los fondos de desarrollo en una selva burocrática y hermética, y a las organizaciones les cuesta explicar por qué sigue siendo necesario luchar para que se invierta más dinero público en este ámbito, y por qué hacerlo a través de ellas. A pesar de lo que pueda parecer, solo la parte más pequeña de los fondos se dedica a ayuda humanitaria. Con dinero y proyectos del 0’7 se han sostenido organizaciones y luchas sociales en medio mundo, y cada vez se dedican más esfuerzos a la concienciación y la demanda de más coherencia política: no se trata sólo de conseguir más dinero para los proyectos de las ONG, sino de conseguir que el resto de las políticas que no son la de cooperación, las que mueven el 99,3% del presupuesto, no generen injusticia global. Se trata de trabajar, por ejemplo, para sustituir los actuales acuerdos comerciales -que privilegian una inversión extranjera directa que no tiene en cuenta los impactos ambientales y sociales-, por otros que favorezcan economías locales respetuosas con el territorio y, al mismo tiempo, apoyar y acompañar a los actores locales en la construcción de esas economías locales. Paralelamente en nuestro país debemos exigir que nuestros gobiernos obliguen a las empresas a respetar los derechos humanos y esas economías locales. La ayuda al desarrollo, así entendida, sería un mecanismo de compensación contra la expoliación permanente.

El I Encuentro de Movimientos Ciudadanos Africanos en Barcelona es un buen ejemplo de para qué tipo de cosas sirve y debe servir el dinero del 0’7 que se gestiona a través de la sociedad civil. Si con las crisis de Biafra, Etiopía o Ruanda creció el sector de la ayuda humanitaria paralelamente a un imaginario sobre África como continente incapaz y asistido, hoy las entidades y activistas más responsables no pretenden “dar voz” a los africanos sino facilitar su testimonio y que puedan generar sus propias redes para luchar contra las diferentes problemáticas que enfrentan. Por otro lado, y aunque resulte contradictorio, los fondos del 0’7 están sirviendo para denunciar cómo la cooperación oficial se utiliza para el control migratorio, como en el caso del Fondo Fiduciario de la Unión Europea para África, que gestiona 3.300 millones de euros que se están utilizando para detener y disuadir a los migrantes. Por último, los fondos del 0’7 se están usando para hacer seguimiento de las empresas catalanas que hacen negocios en el continente, o para analizar los acuerdos de libre comercio con la UE. Hemos pasado de explicar África a golpe de hambruna a intentar entender cómo una de nuestras multinacionales agroalimentarias, Gallina Blanca-GB Foods, consigue beneficios ingentes de sus ventas en media África, mientras mantiene litigios con varios gobiernos -incluido el español-, por no pagar sus impuestos. Cuando acampamos hace 25 años en la Diagonal teníamos razón en casi todo, también en que el 0’7 era un parche, pero seguimos necesitando ese parche y ahora sabemos mejor dónde y cómo colocarlo.

 

Autora

Montse Santolino es periodista y comunicadora. Vinculada al mundo de la cooperación internacional desde hace más de 25 años, y profesional del sector desde 2003, donde promueve la comunicación transformadora desde su trabajo en La Fede. @montsanto

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